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4. AQUILES OFENDIDO



En tanto que la tropa anda en esta faena, su lance con Aquiles ni su amenaza olvida Agamemnón, y a Euríbates y a Taltibio, los prestos servidores y heraldos, convoca y les ordena:

—Idme hasta la barraca de Aquiles el Pelida; de la mano a Briseida, la del semblante apuesto, me traeréis; si Aquiles opone algún reparo, yo mismo iré con gente y le saldrá más caro.

Tal con altivas voces los despide y conmina. Orilla al mar cambiante, remisos se encaminan ambos hacia los barcos y toldos mirmidónicos. Sentado en su barraca, junto a su negra nave, los ve acercarse Aquiles, el continente grave. Perplejos lo saludan y con temor recóndito, mas él, adivinándolos, se adelanta a decir:

—¡Salud, gente de Zeus, mensajeros humanos! Venid, no es culpa vuestra si vuestro soberano por Briseida os envía. Patroclo, hazla salir —tú, el de estirpe de Zeus— y entrégala en sus manos. Y ante los bienhadados dioses sedme testigos, y ante todos los hombres y el rey desatentado si al hora del desastre quiere contar conmigo; pues sé que ya no acierta su corazón airado a prever lo futuro en vista del pasado ni a librar nuestras flotas del asalto enemigo.

Dijo, y dócil Patroclo la tienda de su amigo busca y da con Briseida, la de la faz gustosa. A las naves aquivas, y muy a su pesar, la llevan los heraldos. Apártase a llorar Aquiles, y tumbándose por la orilla espumosa, mientras ruega a su madre con manos anhelosas explora la envinada lejanía del mar:

—Madre, pues me engendraste para tan corta vida, el Olímpico Zeus que por las cumbres truena debiera protegerme, y en cambio me condena con su olvido al ultraje de Agamemnón Atrida, cuyo poder me roba la recompensa suma.

Así dijo entre lágrimas. Le oye la augusta madre desde el abismo húmedo que habita con su padre, el añoso Nereo; surge cual blanca bruma, vuela sobre las ondas hasta el hijo afligido, lo acaricia y exclama: —¿Qué dolor te ha vencido, hijo, qué te conturba? ¿Por qué tu alma llora? Dilo y no calles, ambos probemos tu aflicción.

Y el alígero Aquiles, con profundo gemido: —Lo sabes. ¿Para qué repetírtelo ahora? Fue en Tebas, la ciudad sacra del rey Eetión. La saqueamos; luego juntamos la ganancia, que nuestra gente supo repartir con esmero. Criseida fue el hermoso botín de Agamemnón. Pronto a dar por su hija rescate en abundancia, el sacerdote Crises, hombre de Apolo Arquero, llegó hasta los bajeles alígeros entonces, donde andan los aqueos revestidos de bronces. Al cetro de oro atadas las ínfulas de Apolo el Flechero, a las huestes no imploraba tan sólo, sino a los dos Atridas, los amos del combate. La gente aquea a gritos lo otorga y reconoce, al sacerdote honrando y ansiosa del rescate, mas impedir no logra que Agamemnón maltrate a Crises y lo aleje con altaneras voces. Parte indignado el viejo, y Apolo que lo ampara, escuchando sus preces, su arco cruel dispara por nuestro campamento; y los hombres caían conforme los flechazos divinos se esparcían. Un consumado augur nos declaró al instante la causa del enojo del Cazador Distante, y yo el primero exijo que al dios se satisfaga. Levántase el Atrida e iracundo me amaga. Ya cumplió sus amagos: los aqueos de ardientes ojos en rauda nave devuelven a Criseida, y al dios van a brindar su carga de presentes, ¡mientras unos heraldos, violando mis reales, si antes me la dieron, me arrancan a Briseida! Presta amparo a tu hijo y muestra lo que vales, y al Olímpico Zeus lleva tu imploración, ya que en palabras y obras le has dado protección; pues sola eras fiel entre los Inmortales —mucho te oí contarlo en la patria mansión—, cuando lo encadenaban los dioses principales, tal Palas Atenea y Hera y Posidón. Tú fuiste a desatarlo del ominoso nudo, y al que es vuestro Briareo, y en la tierra, Egeón —el forzudo centímano, más que el padre forzudo—, abriste el ancho Olimpo; y él, de su gloria ufano, junto al trono de Zeus se plantó de improviso, y los dioses rebeldes, viendo su intento vano, desistieron sumisos. Recuérdaselo ahora; apegátele, abraza sus rodillas e implora: Que deje a los troyanos hacer una salida, y echados los aqueos hasta el labio del mar —por que mejor disfruten la inepcia de su Atrida—, vean entre las popas a su gente vencida, y el rey arrepentido comience a lamentar el haber desairado al aqueo sin par.

Y, en lágrimas bañada, Tetis le respondía: —¿Te di a luz en aciaga hora, criatura mía? ¡Viérate en paz tus naves sereno gobernando, sin que nublase el lloro tus efímeros días! Mas tu vida es muy breve, tu sino el más nefando, fue funesto engendrarte en casa de Peleo. Iré al nevado Olimpo, descuida; al alto Zeus engendrador de rayos veré de persuadir. Tú guárdate en tus raudas naves sin combatir y contra los aqueos incuba tu pasión. Zeus, ayer, con toda su augusta compañía se fue por el Océano, al remoto confín de los probos etíopes que ofrecen un festín. No tornará al Olimpo hasta el doceno día. Yo he de trepar entonces las broncíneas gradas y echarme a sus rodillas. Tal vez sea escuchada.

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